martes, 24 de enero de 2017

Cuentos Cortos #2 | El Hipnotizador - Ambrose Bierce

Dentro del terror literario tengo en mi cerebro, guardado con mucho afecto varios autores de los que puedo decir que marcaron muy bien en mi cabeza lo que para mi considero obras grandiosas incluso algunas a pesar de su brevedad y corta narración. Y es que en el mundo del terror las mejores historias son aquellas que vienen en forma de relatos, la mayoria muy cortos pero que van al grano.

El caso del señor Bierce es uno de ellos, uno de esos escritores de la vieja escuela que marcaban sus historias con un sello muy característico y por supuesto un toque de elegancia en las frases.

A continuación les dejo uno de sus relatos, el cual si bien no es el mejor me parecía bastante divertido y al mismo tiempo inquietante, ya que nos habla de un hombre cuya locura está acompañada de un poder muy particular. Bierce nos demuestra que se puede encontrar el horror en la simple conducta humana, un horror que incluso rebasa las abominaciones desatadas de la mente de Lovecraft. 

El Hipnotizador

Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo con el hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si tengo un concepto claro de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan. A esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza, que trata con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen tan poca importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la ciencia.

No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna manera trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero por mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que para mirar… tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras ellos parecía -me aventuro a creerlo-, siempre más dedicada a alguna bella concepción que ha creado a su imagen, que preocupada por las leyes de la naturaleza y la estructura material de las cosas. Todo esto, por irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención y por el que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis poderes y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que presento simplemente como relato.

La primera noción de que yo poseía extraños poderes me vino a los catorce años, en la escuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi almuerzo, miraba codiciosamente el que una niñita se disponía a comer. Levantó ella los ojos, que se encontraron con los míos y pareció incapaz de separarlos de mi vista. Luego de un momento de vacilación, vino hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra me entregó la canastita con su tentador contenido y se marchó. Con inefable encanto alivié mi hambre y destruí la canasta. Después de lo cual ya no volví a preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue mi proveedora diaria; y no sin frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión mi sencilla necesidad, combiné el placer y el provecho, obligándola a participar del festín y haciéndole engañosas propuestas de viandas que, eventualmente, yo consumía hasta la última migaja. La niña estaba persuadida de haberse comido todo ella, y más tarde, durante el día, sus llorosos lamentos de hambre sorprendían a la maestra y divertían a los alumnos, que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de una paz más allá de lo comprensible.

Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros sentidos tan satisfactorio, era la necesidad de secreto: el traspaso del almuerzo, por ejemplo, debía hacerse a cierta distancia de la enloquecedora muchedumbre, en un bosque; y me ruborizo en pensar en los muchos otros indignos subterfugios producto de la situación. Como por naturaleza era (y soy) de disposición franca y abierta, esto se iba haciendo cada vez más fastidioso, y si no hubiera sido por la repugnancia de mis padres a renunciar a las obvias ventajas del nuevo régimen, hubiera vuelto al antiguo, alegremente. El plan que finalmente adopté para librarme de las consecuencias de mis propios poderes, despertó un amplio y vivo interés en esa época, aunque la parte que consistió en la muerte de la niña fue severamente condenada, pero esto no hace a la finalidad de este relato.

Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de practicar hipnotismo; los pequeños intentos que hice estaban desprovistos de otro premio que no fuera el confinamiento a pan y agua, y a veces, en realidad, no traían nada mejor que el látigo de nueve colas. Sólo cuando estaba por abandonar la escena de estos pequeños desengaños, realicé una hazaña verdaderamente importante.

Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y me habían dado un traje de civil, una irrisoria suma de dinero y una gran cantidad de consejos que, debo confesarlo, eran de mucha mejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba el portón hacia la luz de la libertad, me di vuelta de súbito y, mirando seriamente en los ojos al director, lo puse rápidamente bajo mi control.

-Usted es un avestruz -le dije.

El examen post mortem reveló que su estómago contenía una gran cantidad de artículos indigestos, la mayor parte de metal o madera. Atragantado en el esófago, un picaporte; lo que según el veredicto del jurado, constituyó la causa inmediata de la muerte.

Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al retornar al mundo del que tanto tiempo había estado separado, no pude evitar recordar que todas mis penas surgían como un arroyuelo de la tacaña economía de mis padres en aquel asunto del almuerzo escolar; y no tenía razón alguna para creer que se habían reformado.

En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas tierras donde existió una edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en donde este caballero solía asesinar a los viajeros para ganarse el sustento. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi todos los viajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismo tiempo que nadie ha podido decir aún cuál fue causa y cuál efecto. De todos modos las tierras estaban ahora desiertas y el pequeño rancho había sido incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el hogar de mi niñez, encontré a mis padres, camino de la colina. Habían atado la yunta y almorzaban bajo un roble, en medio de la campiña. La vista del almuerzo revivió en mí los dolorosos recuerdos de los días escolares y despertó el león dormido en mi pecho. Acercándome a la pareja culpable, que en seguida me reconoció, me aventuré a sugerir que compartiría su hospitalidad.

-De este festín, hijo mío -dijo el autor de mis días, con la característica pomposidad que la edad no había marchitado-, no hay más que para dos. No soy, eso creo, insensible a la llama hambrienta de tus ojos, pero…
Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por llama del hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos estaba a mi servicio. Unos pocos más bastaron para la dama, y los dictados de un justo reconocimiento pudieron ponerse en acción.

-Antiguo padre -dije-, imagino que ya entiendes que tú y esta señora no son ya lo que eran.

-He observado un cierto cambio sutil -fue la dudosa respuesta del anciano caballero-, quizás atribuible a la edad.

-Es más que eso -expliqué-, tiene que ver con el carácter, con la especie. Tú y la señora son, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.

-Pero, John -exclamó mi querida madre-, no quieres decir que yo…

-Señora -repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los suyos-, lo es.

Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando ella estaba ya en cuatro patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una maligna patada a la canilla. Un instante después él también estaba en cuatro patas, separándose de ella y arrojándole patadas simultáneas y sucesivas. Con igual dedicación pero con inferior agilidad, a causa de su inferior engranaje corporal, ella se ocupaba de lo mismo. Sus piernas veloces se cruzaban y mezclaban de la más sorprendente manera; los pies se encontraban directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el combate, expresando su frenesí con los innombrables sonidos de las bestias furiosas que creían ser; toda la región resonaba con su clamor. Giraban y giraban en redondo y los golpes de sus pies caían como rayos provenientes de las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban hacia adelante y retrocedían, golpeándose salvajemente con golpes descendentes de ambos puños a la vez, y volvían a caer sobre sus manos, como incapaces de mantener la posición erguida del cuerpo. Las manos y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros; las ropas, la cara, el cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la sangre y la tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la remisión de los golpes; quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más auténticamente militar se vio en Gettysburg o en Waterloo: la valentía de mis queridos padres en la hora del peligro no dejará de ser nunca para mí fuente de orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos estropeados, haraposos, sangrientos y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de forma solemne de que el autor de la contienda era ya un huérfano.

Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde entonces lo he sido, juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde, después de quince años de proceso, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que el caso pase a la Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.
Tales son algunos de mis principales experimentos en la misteriosa fuerza o agente conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por hombres malignos para finalidades indignas es algo que no sabría decir.

viernes, 20 de enero de 2017

Steelheart - Brandon Sanderson

Reseña

Diez años atrás, Calamity irrumpió en la ciudad en la forma de una explosión en el cielo que otorgó a algunos seres poderes extraordinarios. A estos se los empezó a llamar Épicos, y pronto subyugaron a la población empleando sus increíbles poderes con el afán de gobernar la voluntad de los hombres y conquistar el mundo. Ahora, un tirano y furioso Épico llamado Steelheart se ha proclamado dueño y señor de la ciudad de Chicago Nova.

De él se dice que es invencible; ninguna bala puede hacerle daño, ninguna espada puede atravesar su piel, ningún fuego quemar su cuerpo. Nadie se atreve a desafiarlo… Nadie salvo los Reckoners, un grupo clandestino que no goza de poderes pero sí de una férrea disciplina, conseguida tras pasarse la vida estudiando el comportamiento de los Épicos con el objetivo de hallar sus puntos débiles y poder así exterminarlos.

El joven David Charleston se unirá a ellos con el fin de vengar la muerte de su padre a manos de Steelheart. Los Reckoners quieren venganza, y el chico tiene una cualidad que le distingue del resto: sabe que el Épico no es invencible. David es el único que ha visto sangrar a Steelheart.

Crítica

Vamos que me desconecto de la lectura por un tiempo y este tipo ya ha terminado una trilogía entera, y es que es muy difícil seguirle el ritmo, a este paso quizá logre superar al viejo lobo de King. Pero a lo que hemos venido.

Esta será una opinión desde el punto de vista de alguien que ha leído la mayoría de lo que ha escrito este autor y por supuesto de alguien que está acostumbrado a la forma de escribir él mismo.
He leído casi todos sus libros y cada uno de ellos me parece fantástico, en este caso Sanderson ha tomado una idea que si bien no es nueva, pues tenemos una situación muy común, de repente y por alguna razón algunos humanos adquieren superpoderes lo cual cambia al mundo de manera radical, he leído libros con esta temáticas aunque la mayoría son desastrosos (véase Wild Cards).

Pero cuando leí la reseña y supe que era Sanderson quien la desarrollo me apresure a iniciarlo, no puedo decir que me decepciono porque en verdad no lo hizo, sin embargo como he dicho conozco la forma en la que escribe y sé que lo que el espera en cada uno de sus libros es pillarte desprevenido con una bofetada que nunca vez venir, por lo que mi cerebro esta siempre pendiente y predispuesto para buscar dicho golpe. 

 Como cuanto te sientes tan seguro...


En el caso de Steelheart y los reckoner, si lo admito me pilló desprevenido, y la historia también es muy ingeniosa, porque los Épicos como el los llama (nombre que me fascino) son humanos con superpoderes totalmente variables y complejos con debilidades extrañas, pero sobre todo, todos ellos se dejan arrastrar por la sed de poder lo que vuelve a todos ellos seres malvados, es decir aquí no hay superhéroes, solo humanos contra seres supernaturales.

Pero como dije antes, yo ya me esperaba esa bofetada de modo que aunque me golpeo pude esquivar parte del golpe, con esto quiero decir que me fue posible predecir muchos puntos cruciales del libro.
Ahora ay cosas que encuentro bastante difíciles de creer para que un pequeño grupo lo haya logrado, pero no daré spoilers. 

Aun con eso este libro es muy recomendable principalmente porque conociendo al autor el desarrollo en los próximos títulos (que ya están listos) serán casi con toda seguridad un orgasmo literario, por supuesto al descubrir porque Calamity, una estrella o meteoro suspendido sobre la tierra les dio estos poderes a ciertos humanos.

Un libro recomendado para leer y pasar un buen rato.

Calificación: 4

sábado, 14 de enero de 2017

Cuentos Cortos #1 | El Shelter - José Emilio Pacheco


Para usted mi único lector le comento que he pensado estar un poco más activo en este blog (en serio, esta vez es verdad) por lo menos mientras mi vida mantenga una homeostasis como hasta ahora, sin embargo para lograr esto he pensado en llenar con un contenido diferente pero no dejando de lado el motivo de nuestras reuniones, veamos de que se trata.

Hace ya más de quince años, cuando aún estaba en primaria y sentía apenas un cosquilleo en mi entrepierna cuando veía a una chica en traje de baño en el televisor, conocí uno de los primeros relatos que de alguna manera me dejaron marcado.

Fue durante una clase de español, aunque no recuerdo la clase con exactitud ni su finalidad recuerdo que la maestra nos dio unas hojas a cada uno donde venía una lectura y unas preguntas referentes a. Cuando vi la página y sobre todo el titulo yo no estaba seguro de que estaba hablando. "El Shelter" pero qué diablos significa eso (ni siquiera conocía el significado de patines) sin embargo era una lectura forzosa de modo que no tenía alternativa y comencé a leer.

Un pequeño pero bien elaborado relato entro a mi mente y la verdad no lo he vuelto a leer completo, tampoco sabría decir si es un buen relato o no pero en su tiempo cuando yo lo leí por primera vez me deslumbró y retumbo en mi mente muchísimo tiempo y supongo que le recuerdo constantemente, incluso hoy, hace más de quince años. 

Por eso he querido compartirlo, a continuación le dejo el relato, que solo le tomara unos diez minutos de su tiempo y quizá le deje un buen sabor de boca (espero sea así), he de admitir que nunca he leído otra cosa del Señor José Emilio Pacheco, incluso nunca he conocido otras obras de él, pero lo que me regalo en su momento con este relato lo aprecio bastante, quizá una de mis primeras motivaciones para introducirme en la lectura.

Sin mas preambulos...

El SHELTER
No hay infierno. Aquí pagamos todo. De niño pensé que el infierno era un lugar lleno de miedo y soledad. Y siempre estuve solo y sentí miedo. Al cumplir sesenta años volvió a obsesionarme la idea infantil. Junto a mí todos compartían lo peor y lo mejor con los demás. Yo no. Ni siquiera pensé en casarme: temí que de hacerlo sólo añadiría problemas y malestares a los que ya me agobiaban. Roído por todos los pecados del egoísmo, sólo tuve un don: buena mano para dibujar. La aproveché en el diseño industrial. De 1934 a 1959 serví a una compañía automovilística. Gracias sobre todo a los aviones que contribuí a producir entre 1941 y 1945 y que arrasaron tantas ciudades alemanas y japonesas, acumulé una fortuna. No supe qué hacer con ella hasta que el miedo -el miedo que era la materia misma de la época- me impulsó a construir un shelter, un refugio antiatómico.

Todos sabíamos que la Tercera Guerra Mundial iba a estallar en cualquier momento y en ella sólo habría vencidos. La única posibilidad de salvación era edificar el refugio en secreto, en silencio, pagando el trabajo nocturno y la absoluta reserva de sus constructores. Fui a buscarlos a otra ciudad. No quería extraños en mi shelter: que los demás se salvaran por sus medios. Durante años cuidé hasta el mínimo detalle, abastecí mi casa subterránea con todo lo necesario para sobrevivir al holocausto nuclear. Muchas veces la tensión que flotaba en el aire me impulsó a sepultarme en vida, pero mantuve la sangre fría pese a las noticias alarmantes que nos bombardeaban a todas horas.

Hasta que un día la crisis estalló. Huí del centro comercial en que compraba nuevos aditamentos para mi refugio. En la radio del automóvil seguí escuchando los boletines de última hora. Al llegar a casa encendí el televisor. Antes que la imagen llegó la voz que hablaba del ultimátum. Intenté controlarme y llamé por teléfono a la estación. No, no se trataba de una obra dramática como aquel programa de Orson Wells y el Mercury Theatre que un domingo de 1938 nos hizo creer durante una hora que los marcianos habían invadido la Tierra. Me asomé a la ventana. No había nadie en la calle. Me aterró el estruendo de los aviones supersónicos sobre la ciudad. Del edificio vecino salió un grito: -¡Ha estallado la guerra!- y una invocación a la piedad de Dios.

No me atreví a mirar de nuevo el televisor. Bajé al refugio. Estaba a salvo. Cerré la puerta secreta que iba a defenderme de la explosión, las llamas, el estroncio 90. Me rodeaban muros invulnerables, depósitos de agua pura, miles de latas de conservas, toneladas de frutas y verduras en los congeladores, energía eléctrica suficiente para medio siglo, quinientos discos de música clásica y popular, ochocientas novelas policiales y de ciencia-ficción.

Por fortuna evité que hubiera comunicaciones de ningún tipo; ni radio ni teléfono ni televisor. ¿Para qué? Al menos no sería testigo del fin de todo. Si años más tarde, cuando las nubes y el polvo radiactivo se hubieran alejado, otros hombres salían de sus refugios con la esperanza de fundar un mundo nuevo, yo no iba a estar entre ellos. Jamás regresaría a la tierra devastada para vivir entre monstruos cubiertos de pústulas y escamas. No me forjaba ilusiones. El shelter sería por lo pronto mi salvación y dentro de algunos años mi tumba.

Pasé despierto las primeras noches, torturado por la sensación de que allá arriba todo se quemaba, se asfixiaba, se corrompía. Meses después el terror me sobrecogió al escuchar ruidos levísimos en la puerta que, pensé, nadie podría descubrir nunca. Me estremecí de sólo imaginarme a aquellos seres deformes y el horror de sus llagas. Esa carroña nunca traspasaría el umbral de mi asilo.

Los ruidos continuaron diariamente. Mi soledad quedó obsesionada por el pánico de que encontrara mi guarida la dinastía exhumana de seres devorados por la radiactividad, únicos habitantes del planeta. Al décimo año de mi vida en el shelter la luz eléctrica se extinguió. Ya no pude leer ni escuchar música y se pudrió cuanto guardaban los congeladores. Nada podría describir la noche perpetua en que viví, acosado por la fetidez y la humedad sepulcrales.

Muchos años más tarde, cuando también se acabaron el agua y las conservas que había supuesto eternas, me revolví en las tinieblas durante muchas horas, temiendo la visión infernal que iba a encontrar afuera. Por último, ya a punto de morir de sed, abrí la puerta, ascendí hacia la oscuridad que se había adueñado de la Tierra, caminé a ciegas y escuché de repente los gritos de lo que (supuse) había sido una mujer.

Quise acercarme. Ella escapó. Golpeándome contra las paredes me interné en un laberinto. A trechos veía algo semejante a una luz rojiza. Tropecé y caí de bruces. Poco a poco recobré algo de vista. Con asombro y pavor me di cuenta de que la casa era mi casa; la calle, la misma calle en que pasó mi vida; la ciudad, la ciudad en que nací, ilesa y diferente, ahora poblada de hombres y mujeres que llegaron al mundo años después del día en que fui sepultado por el miedo.

Para entonces ya me rodeaban muchas personas que vencían el asco provocado por mi mal olor, mis larguísimos cabellos blancos, mis ojos dementes, mi boca desdentada y carcomida por el escorbuto, mi piel llena de pústulas y escamas. Un anciano reconoció en mí al vecino desaparecido muchos años atrás. Mientras me llevaban al hospital en que ahora agonizo me enteré de todo: no hubo guerra, en el último instante nadie aceptó la orden de oprimir los botones, el mundo estaba en paz y había destruido todas sus armas nucleares.