viernes, 27 de enero de 2017

Matavampiros - William King

Reseña 

Gotrek irrumpió entre los enemigos como un toro enfurecido; su hacha dejaba un reguero de cuerpos ensangrentados con cada golpe. Félix vio como el Matatrolls acababa con otros dos adversarios para lanzarse después contra el grupo de hombres que intentaba abrirse paso a través de la puerta. Quienquiera que fuese el que deseaba tener el taliman, se había hecho acompañar por un pequeño ejercito y eso no resultaba nada tranquilizador. Félix gritó un desafío y se lanzó a la carnicería.

En la incesante guerra contra el Caos, el enano Gotrek, que busca la muerte en combate, y su compañero humano Félix, se ven acosados por un nuevo y terrible enemigo. En lo más recondito de Sylvania toma cuerpo una fuerza maligna que puede terminar con nuestra pareja de héroes 


Crítica

La verdad es que esta semana me he encontrado un poco perezoso, he tenido algunos intentos fallidos en eso del ejercicio y es que simplemente a veces el cuerpo no responde, en serio de verdad que lo
intento... la cuestión es que veo mi peso en aumento y mi energía en descenso, pero que le vamos a hacer dormir es tan delicioso. Por cierto que sepa usted mi único lector que el día que he escrito esto y por difícil de creer me he levantado a las 3 de la mañana para correr y dormir de nuevo, algunos dicen que estoy loco pero ba! es de lo más normal.

Ahora ya que les he contado un poco de mi, retomemos el motivo de nuestra tertulia. Los libros.

Esta saga es una de mi favoritas, y Matavampiros es el sexto libro de ésta, un libro anterior la historia me sorprendió bastante y me pareció fenomenal, si bien es cierto los libros de Gotrek y Félix se caracterizan por estar llenos de acción, se puede apreciar que el escritor no se anda con rodeos sino que te lleva al punto pero sin que el libro quede raquítico.

Hablando específicamente de Matavampiros, creo que debería ser justo al calificar mi reacción ante esta entrega pues aunque es una de mis sagas favoritas y contiene los personajes que en lo personal me fascinan hay que decir que Matavampiros ha quedado un poco atrás en comparación con sus otros hermanos ya que la historia en este caso si quedo muy reducida y simplona, nos encontramos más de lo mismo y hasta se vuelve bastante obvio el desarrollo de las eventualidades , no tiene nada nuevo ni sorprendente, es acción pura y dura, algún que otro chistorete y poco más.

Los paisajes descritos están muy bien, la tierra Sylvania es muy seductora pero pienso que el escritor pudo sacarle más jugo. Los vampiros siempre han sido una raza a la que por alguna razón se les tiene mucho aprecio, por la elegancia quizá, la fuerza o la facilidad para patearte el culo, no lo sé pero creo que fue un recurso que no se explotó al máximo.

Por otro lado el autor deja un cabo suelto muy interesante que sin duda alguna hará su aparición en futuras entregas y este es la conversión de uno de los buenos, a vampiro... así que por esa parte no todo está perdido.



En este caso me he quedado con ganas de más, pero lo tomo de la mejor manera posible y toca verlo como un preámbulo para algo más, que espero en la próxima o próximas entregas pueda saldar esa 
deuda.

Calificación: 3 (Por haberme hecho iliusiones)



martes, 24 de enero de 2017

Cuentos Cortos #2 | El Hipnotizador - Ambrose Bierce

Dentro del terror literario tengo en mi cerebro, guardado con mucho afecto varios autores de los que puedo decir que marcaron muy bien en mi cabeza lo que para mi considero obras grandiosas incluso algunas a pesar de su brevedad y corta narración. Y es que en el mundo del terror las mejores historias son aquellas que vienen en forma de relatos, la mayoria muy cortos pero que van al grano.

El caso del señor Bierce es uno de ellos, uno de esos escritores de la vieja escuela que marcaban sus historias con un sello muy característico y por supuesto un toque de elegancia en las frases.

A continuación les dejo uno de sus relatos, el cual si bien no es el mejor me parecía bastante divertido y al mismo tiempo inquietante, ya que nos habla de un hombre cuya locura está acompañada de un poder muy particular. Bierce nos demuestra que se puede encontrar el horror en la simple conducta humana, un horror que incluso rebasa las abominaciones desatadas de la mente de Lovecraft. 

El Hipnotizador

Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo con el hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si tengo un concepto claro de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan. A esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza, que trata con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen tan poca importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la ciencia.

No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna manera trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero por mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que para mirar… tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras ellos parecía -me aventuro a creerlo-, siempre más dedicada a alguna bella concepción que ha creado a su imagen, que preocupada por las leyes de la naturaleza y la estructura material de las cosas. Todo esto, por irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención y por el que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis poderes y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que presento simplemente como relato.

La primera noción de que yo poseía extraños poderes me vino a los catorce años, en la escuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi almuerzo, miraba codiciosamente el que una niñita se disponía a comer. Levantó ella los ojos, que se encontraron con los míos y pareció incapaz de separarlos de mi vista. Luego de un momento de vacilación, vino hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra me entregó la canastita con su tentador contenido y se marchó. Con inefable encanto alivié mi hambre y destruí la canasta. Después de lo cual ya no volví a preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue mi proveedora diaria; y no sin frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión mi sencilla necesidad, combiné el placer y el provecho, obligándola a participar del festín y haciéndole engañosas propuestas de viandas que, eventualmente, yo consumía hasta la última migaja. La niña estaba persuadida de haberse comido todo ella, y más tarde, durante el día, sus llorosos lamentos de hambre sorprendían a la maestra y divertían a los alumnos, que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de una paz más allá de lo comprensible.

Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros sentidos tan satisfactorio, era la necesidad de secreto: el traspaso del almuerzo, por ejemplo, debía hacerse a cierta distancia de la enloquecedora muchedumbre, en un bosque; y me ruborizo en pensar en los muchos otros indignos subterfugios producto de la situación. Como por naturaleza era (y soy) de disposición franca y abierta, esto se iba haciendo cada vez más fastidioso, y si no hubiera sido por la repugnancia de mis padres a renunciar a las obvias ventajas del nuevo régimen, hubiera vuelto al antiguo, alegremente. El plan que finalmente adopté para librarme de las consecuencias de mis propios poderes, despertó un amplio y vivo interés en esa época, aunque la parte que consistió en la muerte de la niña fue severamente condenada, pero esto no hace a la finalidad de este relato.

Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de practicar hipnotismo; los pequeños intentos que hice estaban desprovistos de otro premio que no fuera el confinamiento a pan y agua, y a veces, en realidad, no traían nada mejor que el látigo de nueve colas. Sólo cuando estaba por abandonar la escena de estos pequeños desengaños, realicé una hazaña verdaderamente importante.

Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y me habían dado un traje de civil, una irrisoria suma de dinero y una gran cantidad de consejos que, debo confesarlo, eran de mucha mejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba el portón hacia la luz de la libertad, me di vuelta de súbito y, mirando seriamente en los ojos al director, lo puse rápidamente bajo mi control.

-Usted es un avestruz -le dije.

El examen post mortem reveló que su estómago contenía una gran cantidad de artículos indigestos, la mayor parte de metal o madera. Atragantado en el esófago, un picaporte; lo que según el veredicto del jurado, constituyó la causa inmediata de la muerte.

Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al retornar al mundo del que tanto tiempo había estado separado, no pude evitar recordar que todas mis penas surgían como un arroyuelo de la tacaña economía de mis padres en aquel asunto del almuerzo escolar; y no tenía razón alguna para creer que se habían reformado.

En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas tierras donde existió una edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en donde este caballero solía asesinar a los viajeros para ganarse el sustento. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi todos los viajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismo tiempo que nadie ha podido decir aún cuál fue causa y cuál efecto. De todos modos las tierras estaban ahora desiertas y el pequeño rancho había sido incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el hogar de mi niñez, encontré a mis padres, camino de la colina. Habían atado la yunta y almorzaban bajo un roble, en medio de la campiña. La vista del almuerzo revivió en mí los dolorosos recuerdos de los días escolares y despertó el león dormido en mi pecho. Acercándome a la pareja culpable, que en seguida me reconoció, me aventuré a sugerir que compartiría su hospitalidad.

-De este festín, hijo mío -dijo el autor de mis días, con la característica pomposidad que la edad no había marchitado-, no hay más que para dos. No soy, eso creo, insensible a la llama hambrienta de tus ojos, pero…
Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por llama del hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos estaba a mi servicio. Unos pocos más bastaron para la dama, y los dictados de un justo reconocimiento pudieron ponerse en acción.

-Antiguo padre -dije-, imagino que ya entiendes que tú y esta señora no son ya lo que eran.

-He observado un cierto cambio sutil -fue la dudosa respuesta del anciano caballero-, quizás atribuible a la edad.

-Es más que eso -expliqué-, tiene que ver con el carácter, con la especie. Tú y la señora son, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.

-Pero, John -exclamó mi querida madre-, no quieres decir que yo…

-Señora -repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los suyos-, lo es.

Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando ella estaba ya en cuatro patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una maligna patada a la canilla. Un instante después él también estaba en cuatro patas, separándose de ella y arrojándole patadas simultáneas y sucesivas. Con igual dedicación pero con inferior agilidad, a causa de su inferior engranaje corporal, ella se ocupaba de lo mismo. Sus piernas veloces se cruzaban y mezclaban de la más sorprendente manera; los pies se encontraban directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el combate, expresando su frenesí con los innombrables sonidos de las bestias furiosas que creían ser; toda la región resonaba con su clamor. Giraban y giraban en redondo y los golpes de sus pies caían como rayos provenientes de las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban hacia adelante y retrocedían, golpeándose salvajemente con golpes descendentes de ambos puños a la vez, y volvían a caer sobre sus manos, como incapaces de mantener la posición erguida del cuerpo. Las manos y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros; las ropas, la cara, el cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la sangre y la tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la remisión de los golpes; quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más auténticamente militar se vio en Gettysburg o en Waterloo: la valentía de mis queridos padres en la hora del peligro no dejará de ser nunca para mí fuente de orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos estropeados, haraposos, sangrientos y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de forma solemne de que el autor de la contienda era ya un huérfano.

Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde entonces lo he sido, juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde, después de quince años de proceso, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que el caso pase a la Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.
Tales son algunos de mis principales experimentos en la misteriosa fuerza o agente conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por hombres malignos para finalidades indignas es algo que no sabría decir.