El caso del señor Bierce es uno de ellos, uno de
esos escritores de la vieja escuela que marcaban sus historias con un sello muy
característico y por supuesto un toque de elegancia en las frases.
A continuación les dejo uno de sus relatos, el
cual si bien no es el mejor me parecía bastante divertido y al mismo tiempo
inquietante, ya que nos habla de un hombre cuya locura está acompañada de un
poder muy particular. Bierce nos demuestra que se puede encontrar el horror en
la simple conducta humana, un horror que incluso rebasa las abominaciones
desatadas de la mente de Lovecraft.
Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me
entretengo con el hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos
similares, suelen preguntarme si tengo un concepto claro de la
naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan. A
esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No
soy un investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del
taller de la Naturaleza, que trata con vulgar curiosidad de robarle los
secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen tan poca
importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la
ciencia.
No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante
simples, y de ninguna manera trascienden nuestros poderes de comprensión
si sabemos hallar la clave; pero por mi parte prefiero no hacerlo,
porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo más
satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera
de mí, cuando era un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber
sido hechos más para ser mirados que para mirar… tal era su ensoñadora
belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su indiferencia
por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras ellos
parecía -me aventuro a creerlo-, siempre más dedicada a alguna bella
concepción que ha creado a su imagen, que preocupada por las leyes de la
naturaleza y la estructura material de las cosas. Todo esto, por
irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación
de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha
ocupado mi atención y por el que existe una viva y general curiosidad.
Sin duda otra persona, con mis poderes y oportunidades, ofrecería una
explicación mucho mejor de la que presento simplemente como relato.
La primera noción de que yo poseía extraños poderes me vino a los
catorce años, en la escuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi
almuerzo, miraba codiciosamente el que una niñita se disponía a comer.
Levantó ella los ojos, que se encontraron con los míos y pareció incapaz
de separarlos de mi vista. Luego de un momento de vacilación, vino
hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra me entregó la canastita
con su tentador contenido y se marchó. Con inefable encanto alivié mi
hambre y destruí la canasta. Después de lo cual ya no volví a
preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue mi proveedora diaria; y
no sin frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión mi sencilla
necesidad, combiné el placer y el provecho, obligándola a participar del
festín y haciéndole engañosas propuestas de viandas que, eventualmente,
yo consumía hasta la última migaja. La niña estaba persuadida de
haberse comido todo ella, y más tarde, durante el día, sus llorosos
lamentos de hambre sorprendían a la maestra y divertían a los alumnos,
que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de una paz
más allá de lo comprensible.
Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros sentidos
tan satisfactorio, era la necesidad de secreto: el traspaso del
almuerzo, por ejemplo, debía hacerse a cierta distancia de la
enloquecedora muchedumbre, en un bosque; y me ruborizo en pensar en los
muchos otros indignos subterfugios producto de la situación. Como por
naturaleza era (y soy) de disposición franca y abierta, esto se iba
haciendo cada vez más fastidioso, y si no hubiera sido por la
repugnancia de mis padres a renunciar a las obvias ventajas del nuevo
régimen, hubiera vuelto al antiguo, alegremente. El plan que finalmente
adopté para librarme de las consecuencias de mis propios poderes,
despertó un amplio y vivo interés en esa época, aunque la parte que
consistió en la muerte de la niña fue severamente condenada, pero esto
no hace a la finalidad de este relato.
Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de practicar
hipnotismo; los pequeños intentos que hice estaban desprovistos de otro
premio que no fuera el confinamiento a pan y agua, y a veces, en
realidad, no traían nada mejor que el látigo de nueve colas. Sólo cuando
estaba por abandonar la escena de estos pequeños desengaños, realicé
una hazaña verdaderamente importante.
Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y me habían
dado un traje de civil, una irrisoria suma de dinero y una gran cantidad
de consejos que, debo confesarlo, eran de mucha mejor calidad que la
ropa. Cuando atravesaba el portón hacia la luz de la libertad, me di
vuelta de súbito y, mirando seriamente en los ojos al director, lo puse
rápidamente bajo mi control.
-Usted es un avestruz -le dije.
El examen post mortem reveló que su estómago contenía una gran
cantidad de artículos indigestos, la mayor parte de metal o madera.
Atragantado en el esófago, un picaporte; lo que según el veredicto del
jurado, constituyó la causa inmediata de la muerte.
Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al retornar al
mundo del que tanto tiempo había estado separado, no pude evitar
recordar que todas mis penas surgían como un arroyuelo de la tacaña
economía de mis padres en aquel asunto del almuerzo escolar; y no tenía
razón alguna para creer que se habían reformado.
En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas tierras
donde existió una edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en
donde este caballero solía asesinar a los viajeros para ganarse el
sustento. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi todos los
viajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismo tiempo que nadie ha
podido decir aún cuál fue causa y cuál efecto. De todos modos las
tierras estaban ahora desiertas y el pequeño rancho había sido
incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el hogar de mi
niñez, encontré a mis padres, camino de la colina. Habían atado la
yunta y almorzaban bajo un roble, en medio de la campiña. La vista del
almuerzo revivió en mí los dolorosos recuerdos de los días escolares y
despertó el león dormido en mi pecho. Acercándome a la pareja culpable,
que en seguida me reconoció, me aventuré a sugerir que compartiría su
hospitalidad.
-De este festín, hijo mío -dijo el autor de mis días, con la
característica pomposidad que la edad no había marchitado-, no hay más
que para dos. No soy, eso creo, insensible a la llama hambrienta de tus
ojos, pero…
Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por
llama del hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador.
En pocos segundos estaba a mi servicio. Unos pocos más bastaron para la
dama, y los dictados de un justo reconocimiento pudieron ponerse en
acción.
-Antiguo padre -dije-, imagino que ya entiendes que tú y esta señora no son ya lo que eran.
-He observado un cierto cambio sutil -fue la dudosa respuesta del anciano caballero-, quizás atribuible a la edad.
-Es más que eso -expliqué-, tiene que ver con el carácter, con la
especie. Tú y la señora son, en realidad, dos potros salvajes y
enemigos.
-Pero, John -exclamó mi querida madre-, no quieres decir que yo…
-Señora -repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los suyos-, lo es.
Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando ella estaba
ya en cuatro patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le
enviaba una maligna patada a la canilla. Un instante después él también
estaba en cuatro patas, separándose de ella y arrojándole patadas
simultáneas y sucesivas. Con igual dedicación pero con inferior
agilidad, a causa de su inferior engranaje corporal, ella se ocupaba de
lo mismo. Sus piernas veloces se cruzaban y mezclaban de la más
sorprendente manera; los pies se encontraban directamente en el aire,
los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo con todo su peso y
por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el combate,
expresando su frenesí con los innombrables sonidos de las bestias
furiosas que creían ser; toda la región resonaba con su clamor. Giraban y
giraban en redondo y los golpes de sus pies caían como rayos
provenientes de las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban hacia
adelante y retrocedían, golpeándose salvajemente con golpes descendentes
de ambos puños a la vez, y volvían a caer sobre sus manos, como
incapaces de mantener la posición erguida del cuerpo. Las manos y los
pies arrancaban del suelo pasto y guijarros; las ropas, la cara, el
cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la sangre y la
tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la
remisión de los golpes; quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada
más auténticamente militar se vio en Gettysburg o en Waterloo: la
valentía de mis queridos padres en la hora del peligro no dejará de ser
nunca para mí fuente de orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos
estropeados, haraposos, sangrientos y quebrados vestigios de humanidad
atestiguaron de forma solemne de que el autor de la contienda era ya un
huérfano.
Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde
entonces lo he sido, juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos,
donde, después de quince años de proceso, mi abogado está moviendo
cielo y tierra para conseguir que el caso pase a la Corte de Traslados
de Nuevas Pruebas.
Tales son algunos de mis principales experimentos en la misteriosa
fuerza o agente conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no
ser empleada por hombres malignos para finalidades indignas es algo que
no sabría decir.